Pulsa fuera para salir.

04/12/2004

Los enemigos de la libertad de prensa vuelven a la carga

Madrid, 4 de diciembre de 2004.

(Artículo de Víctor de la Serna en ‘El Mundo’)

Fue hace casi un cuarto de siglo ya: el último intento serio de resucitar el carné de prensa, el permiso oficial para poder ejercer el periodismo, bajo forma en aquella ocasión de la colegiación obligatoria.

Un grupo de periodistas de procedencias e ideologías diversas -allí estábamos Pedro Crespo de Lara, Juan Luis Cebrián, Pedro Altares, yo mismo- nos movilizamos para transmitir un mensaje sencillo: cualquier intento de controlar o limitar el acceso al libre ejercicio del periodismo supone una limitación intolerable de la libertad de expresión, derecho fundamental del ciudadano, verdadera columna vertebral de la democracia.

Esa postura nos acarreó incomprensiones y críticas. Que si torpedeábamos la dignificación profesional del periodista, que si éste tenía tanto derecho como un médico a colegiarse, que si pretendíamos entregar a los periodistas, indefensos, en manos de las malévolas empresas informativas, que sólo pretendían explotarlos…

Aguantamos el chaparrón esgrimiendo nuestras razones y -por fortuna- sólidamente respaldados por todos los organismos internacionales de defensa de la libertad de prensa, movilizados por la misma causa; muy en particular, el Instituto Internacional de Prensa (IPI) y el Comité Mundial de Libertad de Prensa (WPFC).

En el ambiente posterior al intento golpista del 23-F, cuando cobraban todo su valor las libertades conquistadas en la transición y consagradas por la Constitución, la idea de regimentar la profesión periodística se fue diluyendo y la amenaza se quedó en escaramuza sin consecuencias.

Pues bien, al cabo de tantos años, cuando creíamos superado aquello en el entorno de la Unión Europea, regresa la amenaza bajo otros nombres y otros colores. Ya no es el colegio profesional, sino el Consejo Estatal de la Información el que dará y quitará licencias para trabajar de periodista, y ahora la propuesta la enarbolan Izquierda Unida -que la ha presentado como proyecto de ley en el Parlamento, con el respaldo de todo el bloque progubernamental- y la Federación de Sindicatos de Periodistas.

Estamos más viejos y más cascados que hace cinco lustros, sin duda. Pero los principios y los valores son permanentes, así que… allá vamos de nuevo a defenderlos.

Dicen los promotores del singular proyecto que les anima el deseo de garantizar los derechos de la ciudadanía a recibir una información plural y veraz.

Dos de los instrumentos novedosos y, para mí, más negativos que incluye la propuesta de estatuto profesional son “la participación en la orientación editorial a través de los Comités de Redacción”, suertes de soviets dedicados a supervisar e influir en la línea de opinión del medio informativo, y el organismo público que expedirá licencias profesionales: “La condición de periodista profesional se acredita mediante el correspondiente carné expedido por el Consejo Estatal de la Información o sus equivalentes autonómicos, conforme a un modelo único, que será regulado por Ley”. La falta de respeto -según ese Consejo- a un código deontológico obligatorio determinará la retirada del carné profesional.

Este múltiple corsé queda justificado, en el proyecto de ley, de la siguiente manera: “Cuando el derecho a informar que a todos se reconoce se ejerce de modo habitual y profesional queda cualificado con una función social: el derecho se convierte en deber de informar al servicio del derecho del público a ser informado. Para el cumplimiento de ese deber se requiere un desarrollo de las facultades que aseguren la dignidad e independencia profesional, siempre al servicio del derecho del público”.

Francamente, este galimatías indescriptible no tiene por dónde cogerlo y delata un concepto torticero y liberticida de lo que es este derecho fundamental, que contamina todo el proyecto hasta convertirlo en lo que en realidad es: un estatuto de la burocratización estatista del periodismo.

Y es que, ¿qué es eso de un derecho fundamental que se convierte en “deber de informar al servicio del (derecho del) público a ser informado”? ¿Qué concepto, jurídico o democrático, puede asumir que un derecho fundamental de la persona quede transformado en obligación, quede condicionado al supuesto servicio a un derecho colectivo a la información? ¿Y quién determina si se cumple o no con esa obligación? ¿Un órgano público, un tribunal de honor?

En nuestra Constitución y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la libertad de opinión y expresión es un derecho fundamental, que pertenece a todos, y que no puede ser recortado en una democracia. Por eso, la cosa es mucho más sencilla, y la doctrina internacional lo tiene establecido desde hace decenios: la libertad de expresión no es propiedad de ningún grupo, no se puede limitar (el proyecto de ley impide a ciertas personas, como policías o jueces, ejercer el periodismo), porque si se hace quedará desvirtuada.

Hay pocas profesiones, en la UE, colegiables, a las que se pueda restringir el acceso para proteger a los ciudadanos de peligrosos abusos: medicina, abogacía, ingeniería. En el otro extremo del espectro están las profesiones que no se pueden limitar nunca, justamente porque su ejercicio es el de un derecho fundamental: no podemos exigir a un político la inscripción en un colegio o registro oficial, porque el derecho a la participación pública es inalienable para todos, como no podemos coartar o condicionar la libertad de expresión de los periodistas, ¡justamente los que la ejercen profesionalmente!

Un redactor de la agencia IPS y estudioso de la libertad de prensa, el uruguayo Marcelo Jelen, observa: “La existencia de colegios de periodistas u otras instituciones similares apadrinadas o dirigidas por el Estado encierra una contradicción. A lo largo de la historia, el Estado ha sido el mayor censor, el principal corsé para la actividad de los medios de comunicación. ¿Por qué, entonces, habría de ser el Estado, a través de la ley que constituye un colegio, el que determine cómo deben trabajar los periodistas?”.

Los promotores del proyecto de ley español argumentan que es necesario proteger al pobre público indefenso; exigir responsabilidad. Otro viejo argumento. Apunta Jelen: “Habrá quien diga, y con razón, que los medios periodísticos no son entidades angelicales. Es posible utilizarlos para delinquir, y, de hecho, algunos lo hacen. Pero los delitos cometidos con esos instrumentos -como la difamación o la extorsión- también pueden perpetrarse sin apelar a ellos. No es necesario, entonces, un fuero especial para los periodistas”. Es necesario el Código Penal.

Un fuero especial, en efecto: eso es este estatuto. Por una parte, control de los abusos a través del Consejo Nacional y de su facultad de dar y retirar licencias, e incluso de multar a una publicación con el 1% de sus ganancias (idea “casi trotskista”, indica un analista del WPFC que se ha estudiado el proyecto de ley de IU). Por otra parte, comités de Redacción –“cauce de participación de los periodistas en la orientación editorial”, reza el proyecto- supervisores y censores de la línea del medio (“sólo les ha faltado nombrar al director de cada comité ’comisario’”, apostilla el mismo analista). Y, como contrapartida implícita a los profesionales que tengan que entrar en ese régimen, la promesa de una mayor estabilidad en el empleo y menos precariedad: parece que, por arte de magia, los emprendedores se agolparán a fundar y mantener medios informativos intervenidos por órganos estatales. Al menos, eso da a entender la propaganda de los promotores de este texto, que señala que es hora de acabar con “precariedad, despidos y cierres”. La solución, en el código, el Consejo y los comités. ¡La triple C!

No faltan las citas a “nuestro entorno”, particularmente el “latino”. (¿Nos merecemos los periodistas latinos más mordazas que los alemanes, británicos o suecos?). Así, nos citan la Ordine dei Giornalisti italiana (herencia del fascismo, invento burocrático paralelo al viejo Registro Oficial de Periodistas y a las viejas asociaciones de la prensa del franquismo). Y así, nos citan el régimen de registro francés, cuando éste no tiene nada que ver con defender la profesión, sino con saber quién la ejerce de hecho, porque en Francia los periodistas gozan de sustanciosos recortes de impuestos. (¿Debemos gozar de ese tipo de prebendas estatales los periodistas? A los promotores del Estatuto les parecerá estupendo; a sus detractores, catastrófico, claro. ¡No queremos sobornos!).

La Federación de Asociaciones de la Prensa, por fortuna, se ha desenganchado de esta enloquecida iniciativa político-sindical. Está estudiando su propia fórmula de estatuto y de código. Sin duda lo que decida será menos delirante e intentará evitar la obligatoriedad, la imposición estatal. Pero que no se lancen por el mal camino de los fueros y los privilegios: no debemos querer ni más derechos ni más deberes -¡ni menos!- que el resto de los ciudadanos. Nuestra libertad no es sino la de todos.

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