Pulsa fuera para salir.

03/04/2018

El necesario #MeToo en el periodismo español

FIP apoya Convenio OIT contra VG en trabajo

Una historia personal sobre el acoso en un medio de comunicación estatal durante un periodo de prácticas

N. López, afiliada al SPM 

Soy una periodista freelance razonablemente feliz. A pesar de las tarifas cada vez más vergonzosas, los mails sin respuesta de las redacciones, los textos que me modifican sin haberme consultado antes, o la imposibilidad de publicar temas distintos a la hoja de ruta de ‘sota, caballo y rey’ vigente en los principales diarios y revistas de este país. Quitando todo esto, me considero afortunada de poder dejarme la piel en historias que me ayudan a ir por la vida ligera de prejuicios.

Pero hubo un tiempo en el que no fue así. Sucedió en mi primera experiencia profesional, en 2006. Llegué a Madrid procedente de una universidad del norte para hacer prácticas en un diario económico. Se supone que era una suerte. Desde la perspectiva de una estudiante de los últimos cursos de Periodismo y Filosofía, empezar tu vida profesional en Madrid no era lo mismo que iniciarse en una de las miles de televisiones locales surgidas en la órbita de Localia y Popular TV. Era una gran oportunidad. Un tren que solo pasaba una vez. Me lo repetían los profesores, los compañeros, mi familia y yo misma.

Antes de cumplir dos semanas en el periódico, la experiencia ya se había convertido en devastadora. Mi jefe, una persona de moral conservadora, empezó, de manera gradual, a tener una actitud de hostigamiento hacia mí. Yo andaba muy despistada, cometía errores, y él reaccionaba de forma intimidatoria, humillándome públicamente y dejándome en evidencia. Hasta que empezó, de forma continuada, a intensificar el nivel de agresión. El episodio siempre se producía después de cerrar la sección, en torno a las 21 horas. Tras el escarnio público –del que siempre acababa llorando y en una situación de pérdida de control emocional–, me obligaba a ir con él a una sala. Allí la cosa iba a más. “No tienes ningún tipo de dignidad”, me repetía mil veces, y empezaba a tener una actitud verbalmente obscena. Me decía cosas como “tú aquí vienes a hacer una carrera metiéndote debajo de las mesas”; “no hay más que ver cómo vienes vestida, eres una Lewinsky de la vida”; “vienes a destruir mi familia”; además de unos cuantos “sucia”, “puerca”… Todo a un volumen altísimo y simulando gestos de agresión violenta.

Esto dejaba en mí una insoportable carga de culpabilidad y vergüenza. Fueron múltiples episodios similares durante mi periodo de prácticas de 3 meses.

A pesar de que todo ocurría a puerta cerrada en una sala, y a unas horas de poca presencia en la redacción, la situación que sufría era conocida por mucha gente de la plantilla. Siempre había alguien presenciando el contexto violento previo, y las formas que tenía de obligarme a entrar en la sala. Dentro nunca hubo ningún contacto físico; se trataba de una retórica obscena acompañada de amenazas gestuales que me hacían pensar que me iba a partir la cara de un momento a otro. A la mañana siguiente de producirse ese maltrato, él, como gran experto en cotilleos y corrillos, se encargaba de relatar la película a su manera, diciendo que yo no servía ni para leer los teletipos, ni para hacer entrevistas, ni para nada. Los otros integrantes de la sección sabían por lo que estaba pasando, hasta el punto de que en dos ocasiones, delante de ellos, en lugar de referirse por mi nombre me llamó “Mónica Lewinsky”, lo que a los demás les pareció un alarde de ingenio. El tipo caía bien en la empresa, sabía sacar rédito profesional a sus convicciones morales y, además, contaba con una personalidad oscilante entre lo colérico y lo que mucha gente calificaría como “campechano”, siempre dispuesto a llamar la atención con un comentario jocoso. Cuando él no estaba presente, me decían que entendían mi situación, que era una persona muy agresiva, pero que “mejor un jefe que va de frente a otro que pegue puñaladas por la espalda”.

Me encontraba en un laberinto del que no sabía ni cómo había entrado, ni cómo podía salir. Sola, en una ciudad en la que no tenía ni amigos ni familiares; no podía cambiar de sección, y la universidad penalizaba a quien abandonase las prácticas. Al ser un periodo de verano, no había ningún responsable disponible en la facultad; les notifiqué mi experiencia en octubre y tomaron la decisión de no volver a enviar a nadie a esa sección. Mi familia también se enteró meses más tarde; relatar la historia por teléfono me resultaba imposible. Nunca había escuchado una experiencia similar a nadie, y tampoco nadie me había advertido de que podía pasarme algo así. Además, a mis 22 años de aquel verano de 2006 tenía unos conocimientos muy peregrinos acerca de la violencia de género –entonces se identificaba mayoritariamente con las relaciones de pareja–, el maltrato psicológico o el acoso sexual.

De estas prácticas de tres meses, tardé en recuperarme tres años. Los primeros doce meses no podía desconectar, seguía mentalmente secuestrada, obsesionada por los recuerdos, instalados de manera permanente en mis pensamientos. El sentimiento de culpa era asfixiante. Al principio acudí a la consulta de un psicólogo clínico, y después a un psiquiatra. Los siguientes dos años me dispuse a intentar rehacer mi vida laboral, pero me resultó dificilísimo. La herida se reabría a la mínima situación de estrés y volvía a entrar en un bucle de angustia que me llevaba otra vez a la consulta del psiquiatra.

Pude soltar lastre en 2009, cuando tuve la oportunidad de ampliar mi formación en política internacional en la Universidad de Georgetown, Washington DC. Volví a conectar con mi profesión y mi vocación. Fui a cursar un programa que me sirvió para realizar unas prácticas en un think tank destinado al desarrollo económico de Centroamérica y el Caribe. Verme en una cultura laboral no tan jerarquizada como el modelo español, y de cierta comodidad, me ayudó a recuperar la autoconfianza –aunque hay un peaje, cada vez más pequeño, que aún sigo pagando–. Después, de vuelta en España, me involucré en temas de ONG, que me proporcionaron un conocimiento esencial para arrancar como periodista freelance.

La vulnerabilidad de los becarios

Mi experiencia sucedió siendo becaria. Una figura sobre la que se normalizan todo tipo de abusos imposibles de desactivar o sobre los que iniciar un proceso judicial. Estas situaciones se dan en diferentes sectores profesionales. Y la situación de vulnerabilidad de los becarios va en aumento; es proporcional a la cada vez mayor presión de los recién graduados para ubicarse en el mundo laboral. Las prácticas en empresas son ya el reclamo principal de multitud de másteres cuyo precio de matrícula se sitúa muchas veces por encima de los 5.000 euros. Unas prácticas que, además de imprescindibles para obtener el título, en demasiadas ocasiones nos llevan, como si de una moraleja se tratara, al tópico de “cuidado con lo que deseas” –en mi caso constituye un recuerdo tan indeseable, que no señalo dicho periodo ni en Linkedin– y donde no existe la posibilidad de solicitar ningún tipo de medida de protección.

Las violencias machistas en el entorno laboral son una realidad frecuente. No hay más que consultar las estadísticas. En cuanto a mujeres periodistas, los datos de la FIP para una serie de países estudiados entre los que figura España (http://www.ifj.org/nc/es/news-single-view/category/latin-america-1/article/ifj-survey-one-in-two-women-journalists-suffer-gender-based-violence-at-work/) revelan que una de cada dos periodistas ha sufrido violencia machista en el ejercicio de su profesión. En un 38% de los casos, la agresión procedía de sus superiores. En otras actividades profesionales encontramos datos similares. Según una encuesta de Metroscopia para el Consejo General de la Abogacía Española (http://www.abogacia.es/wp-content/uploads/2017/12/Metroscopia_Informe_Abogacia_v2.pdf), el 57% de las abogadas confiesa haberse sentido discriminada o maltratada por sus compañeros hombres.

A pesar de todos estos estudios y situaciones vox populi, los centros universitarios, siempre tan ansiosos por suscribir convenios de prácticas con empresas, no disponen de ningún tipo de vía para detectar, prevenir o solucionar situaciones de este tipo. Es más, no consideran ni que sea un problema relevante.

Estas instituciones académicas también contribuyen a crear ambientes laborales tóxicos, cuando se aconseja a los futuros becarios que no formulen preguntas sobre sueldo, horario, etcétera, ni manifiesten disconformidad al respecto. Este tipo de normas fomentan dinámicas coercitivas que pueden derivar (o no) en situaciones de violencia hacia los más débiles –ya sabemos que esto no va de abajo a arriba–. Como periodistas deberíamos entender que nada bueno puede surgir de entornos donde no se puede hacer preguntas, ni plantear una revisión crítica.

Urge incorporar una perspectiva de género a los programas de prácticas; solo así se podrá garantizar la total igualdad para becarias y becarios. Por si fuera poco, en nuestra profesión, la contratación basada en amiguismos genera relaciones asimétricas que se intensifican según clase social y género. Una consecuencia más del devenir elitista de muchas plantillas donde se integran las redacciones.

Y, por último, la puesta en práctica de la sororidad profesional. Seguir el ejemplo de las escuelas de negocios y aplicar el modelo de los círculos Lean IN https://leanin.org/about, una iniciativa ideada por Sheryl Sandberg, directora de operaciones de Facebook, consistente en crear círculos de colaboración donde hombres y mujeres son bienvenidos. Un espacio donde compartir experiencias, dudas y consejos relativos a la autoconfianza profesional, el dilema de afrontar una negociación salarial individual, o la forma de lidiar con un caso de acoso laboral, por ejemplo.

Se trata de contribuir entre todas y todos a un cambio de discurso. Parafraseando a Shirley Chisholm, primera congresista afroamericana de Esrtados Unidos, “si la ley no puede actuar por nosotras, debemos hacerlo por nosotras mismas. Debemos convertirnos en revolucionarias”.

Compartir